miércoles, 16 de marzo de 2011

Yo Soy la Vid


«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador.
Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía.
Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié.
Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer.
Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos. Jn 15, (1-6), (8)

1.- ¿Qué significa esta unión?  

 “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos” Jn 15, 5

En este texto podemos ver como el Señor, en un momento tan importante y tan difícil como fue la noche de la Última Cena, revela con esta sencillez y claridad, y en pocas palabras a sus Apóstoles misterios tan profundos y tan sublimes.
Nos habla también a nosotros hoy, de una de las realidades más profundas a la que estamos llamados en nuestra vida: el misterio de nuestra inserción a Él por la gracia.
“Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos”. Jn 15, 5
Nos está diciendo que estamos unidos a Él con un vínculo tan profundo y tan vital como los sarmientos están unidos a la vid. La vid da sarmientos.

El sarmiento es una parte de la vid, una especie de ‘emanación’ de la misma. Y por ambos corre la misma savia. Los sarmientos son, más bien, la prolongación de la vid. De esta manera, nuestra unión con Cristo es un designio de Dios que nos ha amado tanto que quiso hacernos partícipes de su naturaleza divina, como nos dice san Pedro en su segunda carta:
“Nos ha concedido lo más grande y precioso que se pueda ofrecer: ustedes llegan a ser partícipes de la naturaleza divina, escapando de los deseos corruptores de este mundo”. (2 Pe 1,4) 
2.-Cristo nos une profundamente a Él
¡No podía ser más íntima nuestra inserción a la persona de Cristo! Diría yo que es todavía más profunda y vital que la unión que existe entre la madre y el bebé que lleva en su seno. La criatura recibe todo de la madre: sangre, alimento, calor, respiración, pero el niño tiene que separarse de la madre en un momento dado para seguir viviendo y poder crecer y desarrollarse. Más aún, moriría si permaneciera en el vientre más tiempo del estrictamente necesario. En cambio con los sarmientos no sucede así, sino al revés: tienen que estar siempre unidos a la vid para seguir viviendo y para poder dar fruto.
 ¡Así de total y definitiva es nuestra unión y dependencia de Cristo!
La unión del amor que nos une a nuestro Señor Jesucristo es infinitamente más fuerte y poderosa que la cadena más gruesa e irrompible del universo. ¡Tan fuertes son las cadenas del amor! Pero todo ha sido por los méritos y la bondad de Cristo hacia nosotros.
 Ha sido su amor gratuito y misericordioso el que nos ha comprado y redimido, a través de su sangre preciosa como nos recuerda también el apóstol Pedro en su primera carta
“No olviden que han sido rescatados de la vida vacía que aprendieron de sus padres; pero no con un rescate material de oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha ni defecto. Dios pensaba en él desde antes de la creación del mundo, pero no fue revelado sino a ustedes al final de los tiempos”. (1Pe 1, 18-20)
Y nos ha unido indisolublemente a su persona y a su misma vida.
¡Qué regalo tan incomparable!
3.- Esta unión se puede romper
“Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes.” Jn 15, 4
Jesús nos lo advierte porque nos conoce y nos ama.

“Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”. Jn 15, 4
Esta unión se puede llegar a romper por culpa nuestra, por negligencia, por ingratitud, por soberbia o por los caprichos de nuestro egoísmo y sensualidad. Sí. Y en esto consiste el pecado: en rechazar la amistad de Dios y la unión con Cristo a la que hemos sido llamados por amor, por vocación, desde toda la eternidad, desde el día de nuestra creación y del propio bautismo. Y es que nuestro Señor no obliga a nadie a permanecer unido a Él. Respeta nuestra libertad y capacidad de elección, también porque nos ama. Un amor por coacción no es amor. Nadie, ni siquiera el mismo Dios, puede obligarnos a amar a alguien contra nuestra voluntad. Ni siquiera a Él. Nos deja en libertad para optar por Él o para darle la espalda e ir contra Él, si queremos. ¡Qué misterio!

¡Ah! Pero eso sí: si queremos tener vida en nosotros y llevar frutos de vida eterna, necesariamente tenemos que permanecer siempre unidos a Cristo. 

Las palabras de Cristo son clarísimas. Es imposible que un sarmiento apartado de la vid dé uvas, como tampoco puede dar manzanas una rama seca, separada del árbol. Un sarmiento así no sirve ya para nada, más que para tirarlo fuera y para hacer una hoguera.
"Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, no podéis hacer nada." Jn 15, 5
Nos dice nuestro Señor no podéis hacer nada. Nada. ¡Cuánta necesidad tenemos de Él para poder vivir! Mucha más de la que el bebé tiene de su propia madre. Sólo si permanecemos unidos a Cristo, podemos hacer algo.
Ser cristianos significa ser  y estar unidos a Cristo.
En sentido estricto, no se es cristiano, sino que se hace uno cristiano permaneciendo unidos a Él a su Persona. El cristianismo no estriba en el ser, sino en el hacerse, como se hacen los discípulos mediante la comunicación sincera con la Palabra. Esto es una decisión personal de optar por seguir a Jesús y vivir en Él y como Él.
4.-Y, ¿cómo podemos permanecer unidos a Cristo?
Nuestra unión con Cristo debe ser en el Amor, de tal modo que esa sabia que circula desde la Vid a los sarmientos es el Amor. En la primera carta de Juan:
"Este es mi mandamiento: Ármense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. 

Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.                                                                                               
Estaremos seguros de conocerle si cumplimos sus mandamientos. Quien dice: «Yo lo conozco», pero no guarda sus mandatos, ése es un mentiroso y la verdad no está en él. En cambio, si uno guarda su palabra, el auténtico amor de Dios está en él. Y vean cómo conoceremos que estamos en él: si alguien dice: «Yo permanezco en él», debe vivir como él vivió." (1Jn 2, 3-6)
"Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. Como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor." Jn 15, 9-10
5.-Unión entre los sarmientos fruto primero de la unión con Cristo 
San Juan en si primera carta nos sigue instruyendo en este sentido: este sentido:

"Se lo doy como un mandamiento nuevo, que se hace realidad tanto en ustedes como en Jesucristo; ya se van disipando las tinieblas y brilla la luz verdadera. Si alguien piensa que está en la luz mientras odia a su hermano, está aún en las tinieblas. El que ama a su hermano permanece en la luz y no hay en él causas de tropiezo. En cambio, quien odia a su hermano está en las tinieblas y camina en tinieblas; y no sabe adónde va, pues las tinieblas lo han cegado." 1Jn 2,7-11

En el evangelio de Juan, “dar fruto” significa cumplir la enseñanza de Jesucristo, hacer realidad el reinado de Dios, que es un Reino de Amor, para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el “labrador”).

Unidos a Cristo y viviendo como Él que es la Palabra nos vamos transformando limpiando, por eso él mismo nos dice: “Vosotros estáis limpios por las palabras que os he dicho”; todo lo que Jesús ha ido diciéndoles ha ido podando, limpiando a sus discípulos; por eso, les dice que ahora están limpios; mientras Jesús está para morir, sus discípulos tienen aún mucha vida por delante; de ahí el interés y la insistencia de Jesús en que ellos sigan con él, permanezcan en él; siete veces se menciona el verbo permanecer, esa permanencia y unidad constituyen el punto central del estas palabras de Jesús.

Jesús vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida, que lleva la savia y mantiene unidos los sarmientos; Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento de la “viña del Señor”. Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de que permanezcan unidos a la vid, así, se alimentan, crecen y dan fruto.

Jesús es la vid verdadera en el sentido de que es él quien da la auténtica vida, la que proviene de Dios, la que encuentra su fuente en el Padre. La vid de la Nueva Alianza produce un fruto abundante que se llama amor; un amor a los hombres idéntico al que el Padre siente por ellos; un amor “podado”, purificado del egoísmo, un amor que sólo se logra participando del amor de Cristo, representado en la comunidad. En la realidad del vino eucarístico se dan cita, a la vez, el amor de Dios, que amó tanto a los hombres que les entregó su Hijo y la fidelidad humana de Jesús, “limpio” de todo egoísmo.El sarmiento que no da fruto es el que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, no se asimila a Jesús; es el sarmiento que no muestra la vida que se le comunica y el Padre, que cuida de su viña, lo corta; es un sarmiento inútil, que no pertenece a esa vid.


Quien practica el amor, tiene que seguir un proceso ascendente, un desarrollo, que es posible mediante esta poda que el Padre hace. Es la limpieza del corazón del discípulo de Cristo, que, eliminando la sequedad, reverdece y hace que sea cada vez más auténtico, más libre para amar, menos esclavo de sí mismo, con mayor capacidad de entrega y por tanto de eficacia.

La fórmula “permaneced en mí y yo en vosotros” define la relación del discípulo con Jesús en una reciprocidad personal que es la condición indispensable para dar fruto; la unión con Jesús es decisión del hombre y, a esa iniciativa, corresponde la fidelidad de Jesús “yo permaneceré en vosotros”. El que vive unido a Cristo, conoce por la oración, cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo y da fruto abundante. La gloria del padre se ha manifestado plenamente en Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar mucho fruto.
"La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos." Jn 15, 8                                                                                                                  "yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros." Jn 15, 15-17

martes, 15 de marzo de 2011

Sed Santos


«Sed Santos» es un imperativo para todo el que se ha encontrado con el Amor misericordioso y salvifico de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo Unigénito del Dios Altísimo, en quien somos sus hijos por adopción.
"Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a os que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos.
Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios".
Gal. 4, 4-7
El motivo fundamental por el cual debemos ser santos es que Él, nuestro Dios, es santo. Es una especie de herencia, que los hijos deben «asumir» de su padre. Nosotros por Cristo la hemos heredado. El mismos Jesús nos dice:

«Sed santos como es Santo vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
Del mismo modo que cada padre desea transmitir a su hijo, junto con la vida, lo mejor de él, así el Padre celestial, que es Santo, quiere darnos su santidad.
Pero mientras que un padre y una madre terrenos transmiten lo que tienen, no lo que son, Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es. El es Santo y nos hace santos; Jesús es Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios como Él.
Lo primero que debemos hacer es, pues, restaurar en nuestro corazón y en nuestra mente la palabra «santidad» que tanto se ha deformado, quitando de nosotros todo lo que inspira miedo, presentándola como un ideal demasiado alto para criaturas hechas de carne y sangre como nosotros, como si hacerse santos significase renunciar a ser hombres o mujeres normales, plenamente realizados en la vida. Es éste un prejuicio que se ha apoderado de nosotros, debido quizá al hecho de que, en el pasado, se ha unido frecuentemente la santidad a realizaciones particulares y fenómenos extraordinarios.
La santidad del pueblo se nos presenta en la historia de la salvación, como la finalidad y el contenido de la misma. Al final de todo su peregrinar, Dios esperaba, al pueblo de Israel sobre la cima del monte Sinaí («Os he traído a mí») para comunicarle su santidad.

“Yahvé dijo a Moisés: Habla a toda la comunidad de los hijos de Israel y diles: Sean santos, porque yo, Yahvé, Dios vuestro Dios, soy Santo”.  Lv 19,1-2                                                                                                                                                   Y en el libro del Éxodo nos dice:
“Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex, 19,4-6).
Pero es en el Deuteronomio donde comienza a clarificarse qué significa ser santos.
«Tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra» (Dt 7, 66).
«Santo» significa, pues, «consagrado», es decir, elegido y separado del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. Santo es todo lo que entra en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás.
En Nuevo Testamento. San Pablo escribe:

«Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef. 5, 25-27).
San Pedro lo dice, aplicando a los cristianos las palabras del Éxodo que hemos escuchado antes:

«Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2,9).
De aquí brota el gran mandato que leemos en la misma carta de Pedro

«Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: "Seréis santos, porque santo soy yo"»(1 P 15-16).
Podemos hacer ya una observación importante. «Sed santos», más que un mandato, es un privilegio, un don, una concesión inaudita, una gracia. No es, como podría parecer, una obligación superior a nuestras fuerzas que Dios carga sobre nuestras espaldas, sino una herencia paterna que quiere transmitirnos.
Hemos de empezar enamorándonos de la palabra «santidad», de tal modo que, al oírla, no sintamos miedo, sino que vibren las cuerdas más profundas de nuestro ser y nos llene de santa nostalgia.
Nosotros estamos hechos para la santidad.
El hombre no es solo naturaleza humana, sino también naturaleza divina en Cristo que nos ha dado de su misma naturaleza, por lo tanto el hombre es también llamado a una vocación "la santidad".
Por lo tanto el hombre no sólo es lo que "es" desde su nacimiento, sino también lo que "está llamado a ser" desde su libertad, en la obediencia a Dios.
En la Escritura se nos dice que nosotros estamos "llamados a ser santos"

"saludan a la Iglesia de Dios que reside en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro." (1 Co 1,2)
Somos "santos por vocación"

"A todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos, llegue la gracia y la paz, que proceden de Dios, nuestro Padre, y el Señor Jesucristo." (Rm 1,7).
Hemos sido creados "a imagen de Dios", esta es nuestra verdadera naturaleza, y estamos destinados a ser "semejanza de Dios".

"Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". (Gn 1,26).
Y ésta es, según las Escrituras, nuestra verdadera vocación. Es por esto que san Pedro podía decir:

"Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta". (1 P 15).
Ser santos significa, por la tanto, ser criaturas que se han realizado, logrado su cometido; por eso no ser santos significa fracasar. Lo contrario de "santo" no es "pecador", sino "fracasado".
Sabemos que se puede fracasar en la vida de muchas maneras. Un hombre puede fracasar como marido, como padre, como hombre de negocios, como político; una mujer puede fracasar como esposa, como madre, como educadora...; también un sacerdote puede fracasar de varias formas.
Pero se trata de fracasos relativos. Uno puede ser un fracasado desde todos estos puntos de vista y, sin embargo, continuar siendo una persona estimable, incluso un santo. Ha habido santos que, humanamente hablando, han fracasado en todos los frentes, expulsados incluso de la orden religiosa que ellos mismos habían fundado. No es así en nuestro caso. No hacerse santos es un fracaso radical, irremediable, "la única desgracia irreparable en la vida es no ser santos”
Un periodista le preguntó a la Madre Teresa de Calcuta qué se sentía al ser considerada por todo el mundo una santa.

Ella después de una silenciosa reflexión dijo: «Ser santos no es un lujo, es una necesidad».
Es cierto, ser santos no es opcional; es el deber primero y más grande que tenemos, pues todo cuanto Dios nos ha dado es para hacernos santos, ya que esa es la imagen y semejanza con la que nos creo: Su Santidad
Nosotros la perdimos la santidad por el pecado, Él nos devuelve por medio de la salvación en Cristo y con el envío del Espíritu Santo que nos capacita con todas sus gracias y realiza la tarea de santificarnos si colaboramos desde nuestra libertad y obediencia en el aprovechamiento de estas benditas gracias.
Por lo tanto luchemos con todo nuestro corazón y nuestra mente, con todo nuestro ser y las gracias recibidas contra las obras de la carne encontramos en la carta de san Pablo a los Gálatas
:
"Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza y libertinaje,idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza. Les vuelvo a repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el Reino de Dios. (Gal 5,19-21).
Hemos visto que, en su significado más antiguo, la palabra "santo" quiere decir separado, y nosotros debemos separarnos de nosotros mismos, de la carne y del mundo. San Pablo escribe:

"No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente" (Rm 12,2).
Después de decir "no os acomodéis al mundo presente", no nos pide "transformadlo", refiriéndose al mundo, sino que nos dice, "transformaos". No se trata tanto de transformar el mundo, sino que hemos de transformarnos nosotros, hemos de convertirnos, para que el mundo cambie.
La Escritura relaciona esta separación del mundo con la santidad:

"Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes..., más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta" (1 P 1,4-15).
Los santos son los no se acomodaron ni se conformaron a las apetencias ni a las ofertas de este mundo, siendo por ello unos verdaderos revolucionarios.
Pero a este paso, ¿no caemos de nuevo en una visión de la santidad que da miedo? No. Esta es una invitación llena de alegría y de amor.
Si nosotros queremos vivir y amar a Dios, para ello debemos aprender a hablar y a escuchar su lengua. Dios habla la lengua del Espíritu, mientras que nosotros hablamos la de la carne.
Si nosotros hemos acogido en el corazón la invitación de Dios: "Sed santos". Nuestro único deseo es realizarlo. 
¿Desde dónde comenzar? No seremos santos sin el deseo ardiente de llegar a serlo. El deseo es la clave de la vida espiritual. Pero nadie puede concebir este deseo si no está movido e inflamado por el Espíritu Santo.
Como nos dicen dos Santos que lo experimentaron:
Según San Agustín:

"Toda la vida del hombre cristiano -dice- es un santo deseo" (S. Agustín)
Y San Buenaventura nos dice:
"Y esta es sabiduría mística y secretísima, que nadie la conoce, sino quien la recibe, ni nadie la recibe, sino quien la desea; ni nadie la desea, sino aquel a quien el fuego del Espíritu Santo, mandado por Cristo sobre la tierra, lo inflama hasta la médula" (S. Buenaventura).
Pidamos al Espíritu Santo que sople sobre nosotros con todo su poder como hizo el día de Pentecostés sobre los Apóstoles; que sea Él mismo el viento que que nos impulse y el fuego que nos inflame en ardiente deseo de "Santidad".
Que comprendamos que nuestra mayor confianza no está en el hecho de que seamos nosotros los que deseamos ser santos sino en que Dios lo desea más que nosotros. En el libro del Levítico, la invitación "sed santos, porque yo, el Señor, soy santo", nos dice en otra parte de las Escrituras de esta otra forma más consoladora para nosotros: Él no solo nos llama a ser Santos sino que es Él quien nos hace Santos.

"Yo soy Yahveh, que quiero haceros santos" (Lv 20,8)

Gracias Espíritu Santo


Gracias, Espíritu creador, porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.
Gracias porque eres nuestro consolador, don supremo del Padre, el agua viva, el fuego, el amor y la unción espiritual.
Gracias por los infinitos dones y carismas que, con dedo poderoso de Dios, has distribuido entre los hombres; tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.
Gracias por las palabras de fuego que jamas has dejado de poner en la boca de los profetas, los pastores, los misioneros y los orantes.
Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar en nuestras mentes, por su amor que has efundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestros cuerpos enfermos.
Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha, por habernos ayudado a vencer al enemigo, o a volver a levantarnos tras la derrota.
Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal. 
Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar : ¡Abba!
Gracias porque nos impulsas a proclamar: "¡Jesús es el Señor!".
Gracias por haberte manifestado a la Iglesia de los Padres y a la de nuestros días como el vinculo de unidad entre el Padre y el Hijo, objeto inefable de so "conspiración" de amor, soplo vital y fragancia de unción divina que el Padre transmite al Hijo, engendrandolo antes de la aurora.
Simplemente porque existes, ahora y para toda la eternidad, Espíritu Santo, ¡Te damos gracias!

sábado, 5 de marzo de 2011

Acción del Espíritu Santo en el creyente


La acción del Espíritu Santo en la persona tiene la misión de realizar una obra de santificación completa, hasta alcanzar la imagen y semejanza que Dios le dio en la creación y que el hombre perdió por el pecado. Él actúa en todo el ser de la persona, ya que esta es un ser completo en el desarrollo de sus tres dimensiones que son:
En primer lugar en su dimensión racional e intelectiva la mente.
En segundo lugar en su dimensión que es señalada como corazón.
En tercer lugar en su dimensión corporal señalada como cuerpo.
 El Espíritu, basándonos en el principio de que "Aquello que no ha sido asumido por el Verbo, no esta salvado" así también podemos decir que "Aquello que no ha sido tocado por el Espíritu Santo, no esta santificado" ya que sin el Espíritu Santo no hay santificación. 
El Espíritu santo actúa directamente sobre todo el hombre: mente, corazón y cuerpo. En cada una de ellas actúa con el don apropiado:
      -Para la mente la luz.
      -Para el corazón el amor.
      -Para el cuerpo la salud
Vamos a ver como obra el Espíritu Santo en cada una de estas partes con el fin de santificar al hombre tocado por Él.

En la Mente: Como podemos ver la Luz es siempre atribuida en las Sagradas Escrituras a Dios como vemos en la primera carta de Juan:
"Este es el mensaje que hemos recibido de él y que les anunciamos a ustedes: que Dios es luz y que en él no hay tinieblas." 1 Jn. 1, 5
El Espíritu Santo es Dios, y como decimos en la secuencia que se lee en Pentecostés, donde se le invoca como "Luz que penetras las almas"; se le pide "manda tu luz desde el cielo"  " entra hasta el fondo del alma divina luz y enriquécenos". Es luz para la mente ya que se considera que el alma esta compuesta por corazón y mente.
Este símbolo de Luz esta referido a ser principio de conocimiento, fuente de verdad. Esta relación la vemos también dada a conocer por el mismo Jesucristo en el Evangelio de Juan:
"Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora.Cuando venga el Espíritu de la Verdad,él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo." Jn16,12-13
También en la primera carta de San Pablo a los Corintios nos habla de esta función realizada por el Espíritu Santo:
"Nosotros anunciamos, como dice la Escritura, lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman. Dios nos reveló todo esto por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, hasta las profundidades de Dios. ¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? De la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado. Nosotros no hablamos de estas cosas con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino con el lenguaje que el Espíritu de Dios nos ha enseñado, expresando en términos espirituales las realidades del Espíritu. El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios: carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas." 1Co. 2, 9-14                                                                                                       
Este es el fundamento bíblico de la imagen de "Luz". Pero también la experiencia de la Iglesia contribuye a enriquecer el conocimiento del Espíritu Santo como por ejemplo lo que nos dice 
San Atanasio que, en sus cartas a Serapio, lo define como:
 "Fuerza de santificación y de iluminación" 
También San Basilio sobre el Espíritu Santo escribe:
"El Espíritu Santo es origen de la santificación, luz inteligible que a toda criatura racional confiere cierta iluminación para buscar la verdad....."
Esta misma experiencia vivida por San Cirilo de Jerusalén nos la transmite en su Catequesis, donde nos habla de esta manera sobre el Espíritu Santo:
"Avisan de su llegada los rayos brillantes de luz y de ciencia.....  Aquel que ha sido considerado digno del don del Espíritu Santo: se ilumina su ánimo y, colocándose más allá de lo humano, ve ahora lo que ignoraba." 
¿Que es y que es lo que ilumina la luz del Espíritu Santo?
Es un a luz infusa, sobrenatural, a la que el hombre no tiene acceso si no es "por una gratuita ayuda divina que lo mueve interiormente". Esta luz no es solo el Don de la fe, por el que creemos en las verdades reveladas, sino que es la que nos capacita para penetrar más profundamente los misterios de Dios. Nos permite captar "El esplendor de la verdad" y gozar de su íntima dulzura. Es luz de fe y de gracia a la vez. Se identifica con el don de la sabiduría y de la inteligencia. Como hemos leído en la carta de San Pablo:
"para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado." 1 Co 2, 12
San Pablo nos dice que Él nos ilumina y nos hace conocer "las profundidades de Dios". Conocer aquí significa más que saber, quiere más bien decir admirar con gratitud, ver con claridad poseer, gustar.
¿Que es lo que ilumina? 
El Espíritu Santo enciende en nuestra mente la luz de Cristo, hace presente al mismo Jesús que dijo:
"Jesús les dirigió una vez más la palabra, diciendo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida»." Jn 8, 12
El Espíritu Santo ilumina también los ojos de nuestra mente "con un espíritu de revelación" como nos dice en la carta a los Efesios:
"Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente. Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza." Ef. 1, 17-18
El Espíritu nos ilumina de una forma extraordinaria para comprender las Escrituras nos lo dice el mismo Evangelio de San Lucas:
"Jesús les dijo: «Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí.» Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras." Lc. 24,45
Esto es muy cierto, la Escritura, dice la Dei Verbum, "tiene que ser leída e interpretada con la ayuda del propio Espíritu mediante el cual ha sido escrita". 
Con la luz del Espíritu Santo la palabra de las Escrituras cobra vida, se transforma en una palabra "Viva y eficaz". Como nos dice el Señor a través de la carta a los hebreos:
"En efecto, la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo, y penetra hasta donde se dividen el alma y el espíritu, las articulaciones y los tuétanos, haciendo un discernimiento de los deseos y los pensamientos más íntimos. No hay criatura a la que su luz no pueda penetrar..."  Hb. 4, 12
Pero San Pablo después de decirnos que nosotros hemos recibido el Espíritu de Dios para conocer lo que Dios gratuitamente nos ha dado, añade que este Espíritu Santo encuentra un obstáculo decisivo en este proceso:
"El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios: carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque solo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas."  1 Co 2, 14
¿Que hacer para superar estos obstáculos?  
Purificarse porque hay una relación muy estrecha entre pureza y conocimiento de Dios. El hombre mundano es el que se deja guiar por sus instintos, pensamientos y deseos.
En el Libro de la Sabiduría leemos:
"¿Qué hombre puede conocer los designios de Dios o hacerse una idea de lo que quiere el Señor? Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias, porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y esta morada de arcilla oprime a la mente con muchas preocupaciones." Sab. 9, 13-15 
Por eso debemos hacer como nos dice a través de San Pablo a los Efesios, despojarnos del hombre viejo corrompido y revestirnos del hombre nuevo renovado y purificado:
"...despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia, para renovarse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad." Ef. 4, 22-24
Porque solo los limpios de corazón podrán ver a Dios, y además ser felices o dichosos, esto requiere que tenemos que tomar en serio la lucha por la pureza.
“Felices los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios.”  Mt. 5, 8
Después de esta reflexión, debemos consagrar nuestra mente al Espíritu Santo, esto significa entregar. Decidir que no queremos utilizar, a partir de ahora, nuestra mente si no es para el conocimiento de la verdad y para la gloria de Dios.                                                                           
En el Corazón: En las Sagradas Escrituras encontramos una maravillosa afirmación sobre Dios en la primera carta de San Juan:
"El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor. Por nuestra parte, hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor: el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él."  1 Jn 4,8.16

Esto mismo amor nos ha sido dado abundantemente como podemos leer en la carta de San Pablo a los Romanos:"....porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Rm. 5, 5
Ya desde el Antiguo Testamento, en el profeta Jeremías, Dios nos promete que:
"... esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días oráculo de Yahvé: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo." Jr. 31, 33 
Desde entonces nos está anunciando la novedad de una Nueva Alianza con respecto a la Antigua ley que estaba "escrita en tablas de Piedra" como nos dice en el Libro del Éxodo:
"Después de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas del Testimonio, tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios."  Ex. 31, 18
Pero el Profeta Ezequiel nos da mayor claridad de como se nos va a dar esa Nueva Alianza:
"Y os daré un corazón nuevo,infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas."Ez.36,26-27
San Pablo completa y aclara como se producirá este milagro de Amor tan inmenso:
"Vosotros sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones."2 Co3,3                                                                                                                                                                                                                    
En la carta a los Romanos ya nos habla de una ley del Espíritu que da vida en Cristo:
"Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte."   Rm. 8, 2
La Palabra de Dios ha querido decirnos con todo esto que el Espíritu Santo es la nueva ley, escrita verdaderamente en nuestros corazones por el dedo de fuego de Dios, pero esta vez no sobre tablas de piedra sino en la tablas de carne que son los corazones de los hombres, purificados por la sangre de Cristo; que el Espíritu Santo es el principio que da vida  ala Nueva Alianza.
La ley nueva, que es el Espíritu Santo, actúa, a través del amor. El temor servil es sustituido por el amor filial. En lo más hondo del corazón humano se produce un cambio radical y de sus labios sale, movido por el Espíritu la palabra Padre, Abba, Como nos dice San Pablo en la carta a los Romanos:
"Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!"   Rm. 8, 15
El hombre en Cristo llega a se verdaderamente "divinizado" puesto que en el es hijo y esta movido por el Espíritu Santo. Como nos dice el mismo San Pablo en el versículo 14 de la carta  a los romanos capitulo 8:
"En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios." Rm. 8, 14
En el Cuerpo:

El hombre no tiene un cuerpo, es un cuerpo. El cuerpo no esta excluido del gran banquete del Espíritu.
El cuerpo para la Biblia forma parte integrante del se humano, ha sido creado por Dios, plasmado por sus propias manos; ha sido asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu Santo en el bautismo.
 Es el templo del Espíritu Santo como nos dice San Pablo en su primera carta a los corintios:
“¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario.”1Co3,16                                                                                                                   
 Y en esa misma carta nos lo repite en el capitulo seis:   
“¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.”   1 Co 6,19-20
Por esta razón debemos, y así lo hacemos, pedir al Espíritu que venga en ayuda de la debilidad de nuestros cuerpos mortales.
Dos cosas pedimos, principalmente, al Espíritu para el cuerpo: La fuerza y la curación. El Espíritu Santo no se limita a darnos fuerza en nuestra debilidad, a sanar nuestras heridas y subsanar los desgastes de nuestro organismo, sino que libera nuestro cuerpo de su misma precariedad y prepara su plena y definitiva redención. Nos lo dice a través de San Pablo a los romanos:
“Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo." Rm. 8, 22-23                                                         
Y en su segunda carta a los corintios nos dice:
“¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos quedar desnudos, sino más bien revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en prenda el Espíritu.”  2 Co. 5, 4-9 
Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión... Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle.
Pidamos pues al Espíritu Santo que transfigure nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el de Cristo:
“Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.  Fil. 3, 20-21
Y que un día haga revivir nuestros cuerpos mortales:
“Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Rm. 8, 11
En el Evangelio numerosos textos, aproximadamente una tercera parte, nos narran las múltiples curaciones y las resurrecciones que realizaba Jesús, como demostración de que también el cuerpo es capaz de recibir la acción del Espíritu Santo de Dios.
Él no cura para demostrar algo, sino porque ha venido a salvar, porque tiene compasión de la gente, porque ama y quiere la libertad y la alegría de sus criaturas.
Al anuncio del Evangelio la acompañan entre otros signos y prodigios las curaciones. Lo vemos en el San Lucas:
“Convocando a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades; y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar. Lc 9, 1-2
En la carta de Santiago vemos claramente la importancia que tenia la oración hecha con fe por los enfermos:
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.St.5,14-15                                           
¡Ven Espíritu Santo! Llena nuestras
Mentes de la Luz de tu Verdad.

¡Ven Espíritu Santo! Llena nuestros
Corazones del fuego de tu amor.
¡Ven Espíritu Santo! da a nuestros
Cuerpos el vigor de tu Resurrección.